miércoles, 13 de junio de 2012

Un domingo inusual


La Jornada.
Luis Linares Zapata

Durante el domingo pasado, aniversario del trágico 10 de junio, se vivieron experiencias inusitadas en el país. Como en aquel entonces, ríos de jóvenes, estudiantes la inmensa mayoría, se adueñaron de las avenidas y parques principales de varias ciudades exigiendo ser escuchados. Desean participar en las decisiones que marcarán el presente y que los afectarán de varias y variadas maneras. Como sus antecesores de ese cruento día de verano, los de ahora también protestaron por las heridas que, desde las élites del poder, se le causan al cuerpo social y del que son parte doliente. La jornada dominguera se completó con el debate entre los candidatos presidenciales. Las audiencias a tan necesario recurso informativo se contaron por decenas de millones. Pocos, entre los expectantes ciudadanos, pueden sentirse defraudados por lo que ahí se dijo a pesar de las notables ausencias de asuntos sustantivos. Los perfiles de los aspirantes se dibujaron con claridad meridiana. Las ofertas esgrimidas, y lo que cada uno representa, también quedaron impresas en las pupilas y los oídos de los mexicanos.

Marchas alegres, imaginativas y ruidosas de una juventud educada, deslindaron, con precisión, sus posturas con la versión oficial. Versión que intenta imponer al priísta Peña Nieto (escogida de antemano y desde arriba) como la indetenible, la inevitable opción. En verdad tal candidatura se viene revelando, ya sin tapujos, como la indicada para asegurar y dar creciente continuidad a los intereses cupulares. Y a ese dictado se ha opuesto la vigorosa corriente popular que se fortifica con el paso de los días. Los inconformes se han adueñado de los colores, las calles y las frases codificadas que pululan por redes, salones, ejidos y ciudades. Sus consignas apresan con imaginación ánimos renovadores. Los marchistas pertenecen a un selecto, pero ciertamente masivo segmento poblacional que rechaza, de manera tajante, las maniobras de los grupos de presión para asegurar sus privilegios. Los desacuerdos son profundos e irrenunciables con todo aquello que nuble, que oscurezca, que atente contra el libre albedrío, contra el voto informado y personal.

El aparato entero de comunicación social ha sido puesto además en la picota. En ese triste sitial las televisoras ocupan el primer plano. El elenco se completa con los demás altoparlantes de aquí y los de por allá. Los opinócratas, por su parte, acuden presurosos y hacen, con ahínco revestido de independencia y libre expresión, la parte que les ha sido asignada. Los jóvenes protestantes entienden a la perfección que los medios, tal y como han actuado, son vehículos al servicio del poder establecido. Un poder que se erige y prolonga para su propio deleite y dispendio. Un poder distante, ajeno al bien común. Poder indiferente al sufrimiento y las angustias de las mayorías. A estas últimas no les ha sido, tal capacidad comunicativa instalada en el país, benéfica para su desarrollo y deseos de progreso. Los medios de comunicación masiva no son las esperadas palancas constructoras de un orden donde se aprecien e impulsen creatividades colectivas. La independencia no pulula por el léxico cotidiano de sus estrellas. La libertad más apreciada, la que anima al pensamiento individual, se atasca entre sus compulsivos mensajes. Tergiversan, hasta con desagrado gestual, las libertades adicionales de expresión y manifestación pública de las ideas, en especial las que les son ajenas, opuestas. Han prestado oídos, con esmero desmedido, a esos pocos que se atrincheran en oficinas confortables, los que, desde ahí, dictan sus órdenes inapelables. Han sido, los medios y sus mensajeros, dóciles y hasta obsecuentes con el reparto inequitativo de los bienes colectivos. Su atención se dirige, con frecuencia inusitada, hacia los habitantes de residencias alejadas del bullicio, a los que, cuando los mencionan por sus nombres les ofrecen interesada respetabilidad.

La primavera estudiantil no es sino la actual vanguardia de un movimiento masivo, popular, insertado en la vida comunitaria o familiar, que ha decidido luchar contra una realidad excluyente que los desprecia y desampara. Han hecho consciente las perversas consecuencias de un modelo que, durante las últimas tres o cuatro décadas los ha dejado, sin contemplaciones humanas, a la vera del presente nacional. Se resisten a continuar por la senda, ciertamente benéfica para unos cuantos, que ha venido marcando sus nublados destinos. No aceptan el asignado rol de parias ni la exclusión de un desarrollo que debían ser para todos. El debate fue una transparente vitrina para esos millones de personas, ahora ya despiertas, que exigen su equitativo lugar en el reparto de las oportunidades.

Como respuesta a lo sucedido en el foro de Guadalajara, el poder ha desatado sus furias y consignas contra el que ya es puntero en las preferencias (AMLO). No hay que distraerse en la ruta de ascenso iniciada. Las urnas están a la vuelta de una quincena. Hay que dar el empujón final sin detenerse en las fallidas insidias del señor Calderón (y adláteres hacendarios) o en los bien conocidos priístas que, sin ver sus muchas miserias y complicidades, gritan desaforados ¡al ladrón!